Recuerdo de cuando era pequeña la expresión "ese o esa nunca ha comido caliente", y no se referían a la capacidad económica para poder prepararse un caldo o un estofadito en condiciones, sino más bien a los conocimientos culinarios para comer bien diariamente.
El concepto "comer bien" pasa en este momento por una coyuntura, que deseo no perdure, extremadamente snob. Comer bien ha dejado de ser algo cotidiano, un uso y una costumbre diaria en la que se deben combinar adecuadamente las proteínas, con las frutas, las verduras y los hidratos de carbono.
Los pucheros, los cocidos, caldos, guisos, estofados, ensaladas ilustradas, arroces, carnes, pescados, natillas y bizcochos han sido relegados por los porridges (gachas de toda la vida) con arándanos, el sushi a todas horas, el ramen, carpaccios y tartares de todo lo imaginable, espumas, infusiones y risottos.
No desprecio estas nuevas corrientes que en muchos casos son fruto del mestizaje cultural siempre enriquecedor, pero si critico la adopción de estas modas que muchas veces conlleva el destierro de aquellas otras también sanas y sabrosas costumbres alimentarias.
Alimentarnos, ese es el tema, la base de nuestras vidas, prosaico si, pero real, básico e imprescindible.
Por supuesto que alimentarnos puede e incluso debe ser agradable, divertido y creativo, pero no quiero participar en esas absurdas modas que llevan a la desaparición de costumbres sanas y profundamente arraigadas a nuestra cultura.
El brunch se puso de moda hace unos años y se adoptó en muchos locales y hoteles que abrían sus comedores a clientes no alojados. No es más que ese gran desayuno de los sábados y domingos de resaca en los que te pones fina a bloody mary's, huevos revueltos o benedictine, panes de semillas y yogur ecológico con frutos rojos.
No tengo nada personal en contra del bruncheo, todo lo contrario, es muy entretenido ir y observar como por 20 ó 30 euros un grupo de usuarias/os de gafas de sol se ponen ciegas/os a baked beans, bacon crujiente y mimosas.
Afortunadamente para las fábricas de vermú catalanas, el prolífico movimiento hipster parece decantarse ahora por el vermuteo cañí de la anchoa, el boquerón y las latitas de conservas. Esto a mí me gusta mucho más, aunque yo prefiero la copa de fino o manzanilla antes que un vermú.
Y por último no puedo acabar sin nombrar a ese movimiento reciente y "bienqueda" que es el "flexitarianismo". Rollito como de todo pero no soy ni carnívoro, ni vegetariano, ni vegano, ni nada.
En fin, los/as omnívoros/as de toda la vida, que comen fruta y ensalada y que de vez en cuando se meten entre pecho y espalda un chuletón o un cogote de merluza, como cualquiera de nosotras, ya que con esta crisis, la chuleta y la merluza están por las nubes y se nos flexibiliza mucho la alimentación.
Este postureo "foodie" es absurdo, prepotente, irreal e innecesario. Los conocimientos culinarios, alimenticios y gastronómicos forman una parte importante de nuestra cultura y no pasa nada por comer un día un puchero, una garbanzada o un arroz al horno ni por estar una semana sin catar un mochi, un nigiri o un hummus.
Personalmente y por mi ocupación actual, prefiero cocinar todas aquellas cosas que me trasladan a mi infancia, que me recuerdan a personas que están lejos o que ya no están, y veo caras de satisfacción en quienes prueban esos platos.
La sopa de mi madre, el puchero de mi abuela Lola, la paella de mi abuelo Chache, la ensaladilla de mi tía Reyes...
Y cuando me canso me cuesta mucho decidirme entre la anémona con espuma de plancton y aroma de mediterráneo o el botón de cordero con brotes de pasto y aire de Idiazábal.