Realmente y por mucho que piense, siempre llego a la conclusión de que por mucha pena, por mucho dolor, por muchas pérdidas o por cualquier otra cosa triste que suceda en el mundo, no pasa nada.
Da igual si el acontecimiento se produce en el mundo mundo, es decir, en la tierra, en el planeta, o si se produce en nuestro mundo interior, en nuestra mente, en nuestro corazón.
Da igual el lugar y da igual el acontecimiento. Porque no pasa nada.
Y no pasa nada, porque nada nos remueve por dentro, nada nos afecta, nada nos hace reaccionar.
La delicadeza, de la que tantas veces hablo, que no existe o muy pocas veces se manifiesta. El daño que se cuela por todo cuando no hay delicadeza, cuando no vemos más allá de nuestro coño.
Y alguna vez gritamos, lloramos, escribimos o comentamos, pero no pasa nada porque nada cambia y todo continúa exactamente igual.
¿Y qué hacer para que las cosas cambien, para solucionar problemas, para evitar penas, para saltar obstáculos, para dejar de sufrir, para ser feliz?
Nada, no hacemos nada.
Porque todo es igual.
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