Que el idioma español es rico y amplio, no es ninguna novedad. Sin embargo, muchas veces olvidamos que estas, riqueza y amplitud, multiplican exponencialmente los muchos significados de tantísimas palabras que componen nuestra lengua.
Si un día, en cualquier momento, nos ponemos a pensar en una palabra, cualquiera, la estudiamos un poco, consultamos sus diferentes significados y acepciones, nos sorprenderemos de todo lo que puede dar de sí una palabra.
Sublimación, es una de esas palabras excepcionales, que evidencian nuestra riqueza lexical.
En física, la sublimación es el proceso de cambio de un cuerpo en estado sólido a estado gaseoso, sin pasar por el estado líquido.
Al proceso contrario, es decir, del estado gaseoso al estado sólido, se le denomina sublimación inversa.
La sublimación es también el enaltecimiento o engrandecimiento de las cualidades o méritos de una persona o de una cosa.
Y en el psicoanálisis, sublimación, es la transformación de los impulsos instintivos, en actos más aceptados desde el punto de vista social y moral.
Cuando nos enamoramos, tendemos, de forma instintiva a sublimar a la persona a la que amamos. Todo nos parece perfecto, todo es ideal y hasta defectos objetivos, pasan a ser virtudes. El peligroso amor romántico nos ciega y nos deja al borde de un abismo, del cual no sabemos su altura, ni reconocemos su peligro.
Instintivamente, observamos sin rechazar el daño y el mal. Sentimos como nuestro cuerpo y nuestra mente se transforma y como nuestras ideas y valores más sólidos se evaporan y desaparecen, ante el irresistible atractivo manipulador de nuestro objeto de deseo.
Y si en algún momento llegamos a vislumbrar el gas casi invisible, que nos tiene atontadas y aún tenemos un ápice de fuerza para defendernos, entonces, sólo entonces, dejamos atrás el instinto irracional y para justificar la locura, intentamos escapar, y si lo logramos puede que encontremos la manera de revertir el proceso y provocar una sublimación inversa.
Las bolas de naftalina que hace mucho tiempo se ponían en los armarios, para evitar que la polilla se comiera la ropa y que tenían un olor tan peculiar y reconocible. Huele a viejo, a peligro, a veneno. Y sublima.
Así también huele, cuando después de haber sublimado hasta la extenuación de nuestros instintos más básicos y animales, nos quedamos solas y conscientes de la locura.
Y entonces toca abrir las ventanas, todas las ventanas, dejar jugar a las finas cortinas blancas con la brisa de la mañana, llenar la casa de música, de risas, de juegos, de caras amigas que nos miren a los ojos con verdad, y descansar.
Poco a poco saldrá ese gas que nos paralizó.
Y sentiremos llegar la vida de nuevo, despacio, con olor a flores blancas de limpieza, a vainilla y canela de hogar, a menta de frescura, a té de abrazo y a fresas de besos.
1 comentario:
Cuánta evocación en un solo pos y en una única palabra.
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