viernes, 25 de noviembre de 2011

37 - NI UNA MÁS


Hoy es el Día Internacional para la eliminación de la violencia hacia las mujeres y por eso dejo este relato breve que tiene mucho que ver con el abuso que se ejerce hacia las mujeres y niñas, dentro del entorno que más protección ofrece al maltratador y al abusador, la familia.
Si alguien encuentra algún parecido con la realidad es una casualidad, ha sido escrito por una mujer que ya es feliz y que es mi mejor amiga.

La playa., el piano, el padre y la escalera.

Me encantaba ir a la playa con mi padre. Adoraba a mi padre.
En verano salíamos temprano de casa, después de decenas de recomendaciones de mi madre, ya en la puerta del ascensor; que no me bañara mucho, que no me perdiera de vista, que no me quitara la camiseta, que no cogiera frío, y muchos otros “que no”.
En la playa aprendí a nadar, fueron años bonitos, extraños, que pasaron lentamente; cuando eres un niño el tiempo pasa tan despacio...
Cogíamos cangrejos, estrellas, caballitos de mar y algún pulpo pequeño. Los caballitos, que nunca más he vuelto a ver, parecían sacados de un cuento de hadas de los que me gustaba leer; siempre los  devolvía al mar, y cuando me ponía las gafas para ver como escapaban, me sorprendía como se iban lentamente, sin prisas, como orgullosos y altivos; aunque igual estaban muertos de miedo y disimulaban.
Las estrellas de mar eran en aquel tiempo, como una plaga, las había a millares y los niños  les cortaban los brazos para ver como cada uno de ellos tenía vida propia; a mí me daba mucha pena pensar que cuando volvieran a su casa, que sería una cuevita  en alguna roca sumergida, su madre lloraría sin parar cuando viera a su hijita desmembrada.
Mi padre me decía que no me preocupara, que los brazos de las estrellas de mar volvían a crecer. A mí me daba igual, nunca sería como el primero, pensaba yo.
Algunas veces iban también mi  madre y mi hermana, aunque eran las menos. Mi madre porque se quedaba limpiando, era una maniática de la limpieza, se levantaba de madrugada a limpiar y no paraba hasta el mediodía.
Y mi hermana porque como  era más pequeña que yo, “era un peligro” que se perdiera o se resfriara.
Pero pese a todo, alguna vez aparecían.
Una tarde llegó mi  madre con dos regalitos, uno para mi hermana y otro para mí. A ella le llevó un flotador con forma de pato, de color naranja, que a mí me encantó, pero como yo sabía nadar  y ella no, pues se lo quedó ella.
A mí me tocó un trompo pequeño, pero a ver cómo lo hacía girar yo en la arena! Me fuí sola al agua a hacerme la ahogada, pero ni caso.
Alguna vez traía mi madre una lata de Coca-Cola para las dos, pero mi hermana siempre quería beber primero, y a mí me tocaban sus babas.
Cuando cumplí seis años, empecé a recibir clases de piano. La madre de mi padre era profesora, daba clases en su casa.
He aprendido, pese a todo, a conocer y amar la música gracias a eso.
Hasta los dieciséis años estudié piano, y cuando lo dejé, me sentí  liberada de una carga inmensa que me había acompañado desde muy pequeña.
Envidiaba a mis amigas, que al salir por las tardes del colegio  se iban a su casa a merendar y a hacer los deberes. Yo tenía que ir a clases de piano, con un yogurt  en la cartera.
El piso de mi profesora de piano era muy grande, allí vivía y daba clases. Había un piano en una salita pequeña, donde las alumnas practicábamos hasta que pasábamos al salón y tocábamos el instrumento bajo la supervisión de la profesora.
El salón era enorme y cuando entraba allí, ya empezaba a ponerme nerviosa, cuando la veía a ella las rodillas me temblaban y no dejaban de hacerlo hasta que acababa de tocar la lección correspondiente a ese día.
Con ocho años preparaba el examen de 1º de piano, las obras que debía preparar para la prueba eran fugas de Bach, preludios de Schumann, una sonatina de Haydn  y varios estudios de Debussy y Bèla Bartok.
En el mes previo al examen, iba diariamente a clases de piano, apenas comía y me pasaba el día asustada y las noches con terribles pesadillas. Yo no tenía miedo al examen, pero si un pánico terrible a mi abuela.
Aquella mujer bajita, de pelo negro azabache(así se lo hacía teñir), con unos ojos que te miraban taladrándote y que parecían ver  hasta los pensamientos más ocultos.
No recuerdo ni un solo gesto de cariño hacia mí por parte de ella; no tuve ningún tipo de relación con ella que no fuera por motivo de mis estudios de piano. Cuando cometía alguna equivocación me gritaba y hacía saltar las partituras del atril del piano.
Cuando no me equivocaba, su cara denotaba una rabia contenida y era peor que los gritos, me hablaba de lo flaca, alta y fea que era.
El día antes de mi examen, hice  una especie de ensayo general, estaban ella y su hijo, mi padre. Con los nervios y el miedo no paré de cometer errores; cuando acabé y se puso a mi lado, me dijo que no esperara aprobar, y dejó caer la tapa del piano sobre mis dedos.
Yo no dije ni hice nada, me quedé allí sentada, sin moverme, mirando el suelo, los pedales del piano y mis zapatos; con las manos atrapadas. Mi padre no dijo nada.
Al día siguiente, mis padres me llevaron al Conservatorio, el examen era ante un tribunal de tres personas, y no podía acceder nadie más a la  sala. Cuando entré, aquellas tres personas me parecieron ángeles que habían llegado en mi ayuda. La ejecución de las obras de mi examen fue perfecta. Cuando empecé a tocar, quedaron fuera de aquella sala mis nervios y mis miedos.  Al cabo de unas horas dieron los resultados de la prueba; yo fui la alumna más joven que se presentaba y la única que obtuvo la calificación máxima.
Mi madre sonreía, se la veía feliz y orgullosa. Mi padre calló, y me acarició como siempre.
Y mi abuela, mirándome fijamente me dijo que había “muchas aristas que pulir”.

Los azulejos eran de color azul celeste, la bañera blanca, inmensa y siempre hacía frío allí.
Por las tardes, al volver de la playa con mi padre, entrábamos directamente al baño. Me levantaba por las axilas y me metía, vestida y calzada dentro de la bañera; porque así no caería al suelo ni un solo grano de arena, y mi madre tendría menos que limpiar.
Me quitaba los zapatos, el vestido(yo siempre llevaba vestido) y las braguitas que ya me había cambiado por el bañador en la playa. Yo me quedaba allí de pie, mirando el mar de azulejos, o el desagüe, o la grifería .Entonces el se desnudaba. Abría el grifo del agua fría y empezaba a enjabonarme y a enjabonarse lentamente. Después se sentaba y me hacía poner entre sus piernas, dándole la espalda, y me lavaba el pelo, despacio y suavemente.
Me besaba, me acariciaba y yo notaba un bulto duro pegado a mí, algo que se movía, a veces el agua parecía que se calentaba, pero enseguida volvía a estar fría, muy fría.
Cuando el baño acababa, me secaba, me peinaba y me decía lo limpia que estaba su muñequita y lo contenta que se iba a poner mamá cuando viera el trabajo que le habíamos ahorrado.

Una tarde de invierno, acabada la clase de piano, mi padre vino a recogerme. Su madre lo invitó a tomar algo, y se sentaron en la mesa de la cocina, estaban hablando en voz baja, mi abuela levantaba a veces la voz, pero la de mi padre era sólo un murmullo.
Yo esperaba fuera, en la salita, con otras compañeras y con el nudo en el estómago que ya era algo que me acompañaba a todas partes.
 Mi padre me llamó, y habló mientras su madre nos miraba, se trataba de algo sobre el metrónomo que había dejado de funcionar. Por si alguien no lo sabe, un metrónomo  es un aparato que se utiliza en música para medir el tiempo del compás.
En casa de mi abuela había dos, uno encima de cada piano, y el que estaba sobre el de la salita no funcionaba, según ella yo había sido la última en usarlo.
Yo juré y prometí que no sabía nada, pero mi abuela había empezado a gritar y mi padre me mandó a callar.
Me fui hacia la puerta, la abrí, y salí al rellano del ascensor, pero yo no podía tomarlo sola; así que caminé hacia la escalera. Sentí un roce en mi hombro, no he sabido nunca si fue mi imaginación o la mano de mi padre que vino detrás de mí. Pero caí rodando por aquellas escaleras de granito amarillo y negro, con un pasamanos de madera  oscura rematado con grandes tornillos también negros.
Cuando me desperté, la muñequita se había roto, y una capsulita, mucho tiempo escondida en algún recoveco de la inocencia, se abrió y derramó todo el odio que guardaba.




Y con esto, prometo que a partir de ahora y por un cierto período de tiempo, volveré a mi estado habitual de frivolidad, que ya está bien.

14 comentarios:

Cristina dijo...

Joé.
No he respirado mientras lo leía .
¡Qué triste y qué bueno!
Tengo ganas de lllorar .

collagevintage dijo...

Impresionante el post, estoy con Cristina que triste y que bueno.
Genial tu entrada me has dejado sin palabras.

Besazo

Ana dijo...

vaya texto, me dejas sin palabras :)

Paqui Díaz dijo...

Estoy impresionada, que triste que pase esto. Ojalá llegue el dia en que ninguna niña tenga que pasar por ahi.Besitos

Anónimo dijo...

Conchy, hija, que historia más triste, y desgraciadamente frecuente.
Soy incapaz de comprender el abuso de todo tipo hacia los hijos por parte de los padres.Y sé de que hablo porque tengo dos hijos y mi amor hacia ellos es inmenso.Con pensar que les pueda pasar algo malo me pongo a llorar, y fijate que ya son mayores y medio hacen su vida.

Domi.Nica dijo...

Impactante!
Me parecerá bien que vuelvas a tu faceta frívola, pero no olvides esta otra, LA COMPROMETIDA. A mi me encanta y hace mucha falta.
Besos.

Arancha Vázquez dijo...

Puff, qué dura esta historia... dura pero terriblemente cierta, a saber cuántas niñas tendrán todo ese odio guardado en su interior, cuántas habrán visto dañada su inocencia por culpa de abusos disfrazados de cariño. En fin, de todas formas me ha encantado el relato, aunque desearía que fuese una ficción que jamás se volviese realidad. Ojalá algún día no haya maltratadores y los seres humanos aprendamos a respetarnos y a dejar de imponer nuestra fuerza sobre los más débiles.

1 beso!

MásQueRopa dijo...

pone los pelos de punto! siento muxo haber tardado tanto en pasarme pero ahora llego del curro...imagina!

Gracias por comentar

bsitos reina y ojala sea cierto:

ni una mas

Virtxo dijo...

Un buen relato a pesar de su dureza. Cualquier tipo de abuso o violencia es detestable, pero quizá el peor es el infligido a los niños, porque ellos a menudo no entienden lo que sucede y, cuando son capaces de entenderlo, el daño causado ya es demasiado grande.
Un beso.

Artemisas' Project dijo...

Nena vaya historia, hay cosas que me revuelven tanto el estómago, y es el abuso de padres a hijas, no puedo, los castraría quimicamente por lo menos.

Vaya historia.

Aunque dura, ha sido un placer pasar por aquí.

Petonets

Lina dijo...

Siento haber llegado tarde... esta historia, aunque dura, hubiera sido digna de compartirla ayer... Saludos Conchy

erre_ele dijo...

Hola, siento no haberte podido visitar ayer, ya sabes, el trabajo. Es una historia muy triste, alavo tu iniciativa contra el maltrato, es un cancer que hay que erradicar d nuestra sociedad. Salu2

Chio dijo...

Hasta hoy no he visto tu comentario. Un post escalofriante y precioso al mismo tiempo.
No es fàcil acabar con la violencia en ninguna de sus variantes, creo que el primer paso para vencerla es denunciarla y sabiendo lo dificil que es para las vìctimas rebelarse, creo que tu post es un granito de arena que ayuda a crear una muralla.
Saludos

Carmen Moreno dijo...

Relato escalofriante pero soberbio en estilo y en todo lo que deja entrever. Felicidades a la autora y a su entorno, y una vida feliz y libre de tormento